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Lunes

Ese lunes a media mañana Raúl estaba cansado, llevaba varias semanas sin dormir bien. Su negocio, que iba tan bien hacía unos meses, ahora se estaba desmoronando. Las últimas semanas no había podido completar el sueldo de sus empleados. Sabía que comentaban entre ellos que si seguía pagándoles retrasado, se irían.

 Esperaba clientes en el mostrador, mientras pensaba cómo resolver sus problemas de negocios, cuando sonó el teléfono.

—Equipos y reparaciones Gutiérrez, buenos días —contestó con la voz más amable que el cansancio le permitió.

—Raúl, habla Luis. —La llamada de su principal proveedor, a quien ya le debía mucho dinero, lo puso pálido, pero trató de que no se le notara.

—Mi buen Luis. ¿Cómo has estado?

—Bien, gracias, Raúl. Oye, me está presionando mucho mi jefe; necesito que ya nos pagues lo vencido o de plano ya no te voy a poder surtir.

—Tranquilo, no te desesperes, claro que te voy a pagar. Ahorita ando un poco atorado, pero en menos de un mes me pongo al corriente.

—Raúl, eso ya se lo he dicho varias veces, ya no me cree. Necesito que pagues todo lo que nos debes, a la de ya.

—Luis, tú me conoces, sabes que te voy a pagar. Dame el mes y te juro que te pago.

—De verdad no puedo. —El silencio se hizo largo, Raúl no sabía qué decir. Si Luis le dejaba de surtir tendría que cerrar su negocio.

—Por favor, Luis, no me hagas esto. Voy a perder hasta mi casa. Échame la mano.

—Lo menos que puedo aceptar —dijo Luis después de un largo suspiro— es que pagues todo lo vencido antes de la junta de dirección. La junta es este viernes a la 1:00 p. m.

—¡Gracias! ¡Muchísimas gracias! Vas a ver que no te vas a arrepentir.

—Ojalá, a ver si no me corren por esto. Suerte y que estés bien.

Al colgar el teléfono notó que le temblaba la mano y sudor frío recorría su frente y su cuello. El sueño y el cansancio desaparecieron. Su cerebro se hacía preguntas desenfrenadamente y buscaba con desesperación las respuestas: ¿De dónde iba a sacar el dinero para pagarle lo vencido a Luis el viernes, si de por sí no completaba? ¿A dónde se iba el dinero de las ventas? ¿Por qué antes sí le alcanzaba y ahora no? ¿Qué estaba haciendo mal? ¿Qué iba a hacer si tenía que cerrar el negocio? Todo el día se torturó con éstas y muchas otras preguntas por el estilo.

Al final de la jornada no podía recordar a qué clientes había atendido o qué habían hecho o dejado de hacer sus empleados. Se le olvidó comer e incluso llamar a su mamá como había quedado. Se dio cuenta de lo tarde que era porque el sol había desaparecido.

Se le quedó viendo a su celular, lo miraba y parpadeaba. Su madre lo conocía demasiado bien y él no quería que se enterara de su problema. Pensó en no llamarla, pero se preocuparía y lo llamaría. Inspiró profundamente y empezó a marcar. Tendría que fingir una alegría que no sentía para que ella no sospechara.

—¡Buenas tardes, mamá! ¿Cómo estás? —habló con mucho entusiasmo.

—Ay, no. ¿Qué paso? ¿Tienes problemas en tu negocio?

—¿Cómo supiste? —Raúl no lo podía creer.

—Hace meses que no me llamas tan contento. No estaba segura, ahora ya lo estoy. Una madre sabe.

—Pues sí, tengo algo de problemas, pero no es nada para preocuparse —dijo un poco aliviado de ya no tener que mentir.

—Raulito, yo sé que vas a salir adelante, siempre lo haces. Lo que me mortifica es que quieres resolver todos tus problemas tú solo, nunca pides ayuda. La vida no tiene que ser tan difícil.

—Mamá, no necesito ayuda, yo solo puedo.

—Siempre has sido así, desde chiquito. Me sentiría mucho más tranquila si le pides ayuda a tu padrino Maximiliano.

—Madre, te amo mucho, pero no voy a pedirle dinero a nadie —le dijo firmemente.

—No, hijo, dinero no, consejo. Nada más pídele un consejo. Él tuvo varios negocios, sabe mucho de eso.

—Los tuvo, mamá, pero por algo ya no los tiene. Aparte, a lo mejor ni me quiere ayudar.

—Hijo, sé respetuoso con tu padrino. No tienes que cargar con todos esos problemas tú solo. Pedir ayuda no te hace menos hombre.

—¡Ya dije que no! —contestó Raúl en un tono muy fuerte y firme.

—Ay, hijo —dijo su madre con voz débil y temblorosa.

—Perdón, mamá —se apresuró a responder Raúl—. Sí lo voy a llamar. Por favor, tranquilízate. Llegando a la casa busco su teléfono y le hablo en la semana.

—No hace falta hijo, de casualidad aquí lo tengo. Háblale de una vez —su voz sonaba más calmada y dulce.

—Ahorita es tiempo para ti, dame el número y le hablo llegando a mi casa.

Además de su orgullo, Raúl tenía otra razón para no pedirle ayuda a su padrino. No quería que su mamá se enterara de lo mal que estaba su negocio.

Siguió platicando con ella de todo, menos de su situación económica. Se despidió cariñosamente y, cuando ella le recordó la llamada, le reiteró que la haría.

Al terminar de hablar con su mamá, Raúl empezó a sentir un hueco en el estómago. Esa preocupación era diferente a la de su negocio. ¿Por qué su padrino lo iba a ayudar? No lo había visto en tantos años… Tal vez ni siquiera se iba a acordar de él.

El recorrido del negocio a su casa se le hizo más largo que de costumbre. Se dio cuenta de que estaba manejando muy despacio: no quería llegar, pero tenía que hacerlo, y se había comprometido a hacer la llamada.

Llegó a su casa. Al entrar la sintió muy grande y vacía. Se sentó en el sofá que, junto a la televisión y una pequeña mesa, era toda su sala, y sacó el celular de la bolsa del pantalón. Lo tomó y se quedó pensado. Se le acabaron las excusas, tenía que hacer la llamada. O tal vez podría decirle a su mamá que llamó y nadie contestó. No. Ella buscaría personalmente a don Maximiliano y todo se complicaría. Aunque tal vez se tardaría algunos días y, mientras tanto, él podría concentrarse en rescatar su negocio. Por otro lado, su padrino realmente podría ayudarlo. Eso si estaba dispuesto a hacerlo, lo cual no era seguro.

Seguía debatiéndose entre llamar o no hacerlo cuando recibió un mensaje de texto de Luis que decía: “Viernes, todo lo vencido. Ya no está en mis manos”. Al leerlo, la sangre se le fue a los pies. Raúl se dio cuenta de que en esa ocasión no iba a pasar como en las anteriores: ahora no iba a ser suficiente una promesa y un pago parcial para convencer a Luis.

Comenzó a marcar con la esperanza de que no le contestaran. Al tercer timbre la voz firme, de un hombre mayor, contestó:

—¿Bueno?

—¿Don Maximiliano?

—Así es. ¿Con quién hablo?

—Soy Raúl Gutiérrez, hijo de doña Amelia, su ahijado.

—Ah, claro —respondió con un tono alegre—. ¿Cómo has estado?

—Bien, padrino, bien. Bueno, tengo un problemita y mi mamá me sugirió marcarle.

—¿Qué clase de problema? —respondió don Maximiliano con un tono más serio.

—Un problema con mi empresa.

—Negocio, no empresa.

—¿Perdón?

—Los negocios lo son porque ganan dinero. Las empresas tienen oficinas, camiones y demás, pero no siempre ganan dinero. Lo que tú quieres tener es un negocio.

—Muy bien —respondió Raúl sin entender completamente.

—¿Soy parte del problema?

—No, padrino, ¿cómo cree? —Sonrió Raúl—. Es que… La verdad tengo una situación complicada en mi negocio y mi mamá me sugirió llamarle. La verdad no quiero molestarlo, pero sí es algo urgente y le quiero pedir su ayuda.

—Muy bien. ¿Qué tipo de ayuda quieres de mí?

—¡Su consejo! —contestó rápidamente Raúl—, nada más su consejo. No piense que otra cosa.

—No te preocupes, no estaba pensando nada. Me parece bien. Sin embargo, hay ciertas formas que hay que cuidar.

—¿Formas, padrino?

—Sí. Me da mucho gusto escucharte, pero temas de esta importancia se tratan cara a cara, no por teléfono. En esta ocasión lo voy a dejar pasar porque me doy cuenta de que es una emergencia.

—Entendido, padrino, gracias. No volverá a pasar.

—Muy bien. Lo otro que quiero decirte es que si quieres mi consejo lo vas a tener que tomar. No se trata de que si te gusta lo haces y si no, no. Si te voy a ayudar y decides no hacer lo que te sugiero, es tiempo perdido para los dos. A mi edad ya no tengo tiempo para perder.

—Es que, padrino…

—Raúl —interrumpió don Maximiliano—, te quiero ayudar y ésta es la única manera. Si no quieres, no hay problema, te deseo lo mejor y ojalá te vaya muy bien. Es tu decisión.

—Voy a hacer lo que me sugiera, padrino —contestó Raúl después de un largo silencio.

—Excelente. Te veo mañana en tu negocio a las 7:00 a. m. Necesito que me tengas un inventario actualizado. En el inventario incluye el tiempo que llevan los productos y las materias primas. También vamos a necesitar las ventas y la rentabilidad por cliente, tus principales costos y un desglose de tus gastos. —Raúl se quedó si habla—. Raúl. ¿Raúl? ¿Estás ahí?

—Sí —contestó sobreponiéndose a la sorpresa—. Es que abro a las 9:00 a. m.

—¿Y luego?

—No, está bien. No sé si tenga toda esa información.

—De aquí a las 7:00 a. m. hay muchas horas. Consigue lo que te falta.

—Claro, padrino.

—Muy bien. Mañana repasamos mis reglas.

—¿Reglas? ¿Cuáles reglas?

—Como te dije, estoy dispuesto a ayudarte, pero no a perder mi tiempo. Mañana en persona te voy a proponer cómo vamos a trabajar. Si vas a seguir mis reglas, te ayudo. Si no, pues ahí lo dejamos. ¿De acuerdo?

—Sí —contestó Raúl, pero en realidad no estaba de acuerdo.

—Nada más dame la dirección de tu negocio y coméntame sobre él de manera general.

—Sí, padrino. Pero antes de continuar, le quiero pedir un favor.

—¿Dime?

—Mi mamá se preocupa por todo y su corazón no está muy bien, y a como está la situación de mi negocio…

—No se hable más del asunto, lo que veamos quedará entre tú y yo.

—Se lo agradezco, padrino.

Raúl le dio la dirección y le explicó a detalle la situación tan crítica que enfrentaba por el pago de Luis. Don Maximiliano le estuvo haciendo muchas preguntas sobre el negocio, los clientes, los proveedores, los inventarios y demás. Su tono era curioso más que acusatorio. Aun así, por las más de dos horas que duró la llamada, Raúl se sintió en un interrogatorio.

Al terminar de hablar con su padrino, Raúl se puso a pensar que tal vez cometió un error al llamarle. Una de las principales razones por las que inició su negocio fue para ya no tener que estar recibiendo órdenes de nadie y poder hacer lo que quisiera. Ahora tenía que seguir las reglas de don Maximiliano. No sabía qué tipo de reglas podían ser, ni si las soportaría. Creyó que tal vez no lo necesitaba, que a lo mejor él solo podía solucionar lo de Luis. Aunque, para eso, tendría que hacer cosas diferentes a las que estaba haciendo y no tenía idea de qué tenía que cambiar. Probablemente su padrino le podría ayudar con eso. Aun así, la idea de seguir las reglas de alguien más le molestaba mucho.

Se fue a acostar temprano para levantarse de madrugada. Era la única manera de llegar al negocio a preparar toda la información que le pidió su padrino. Nunca le gustaron los números, pero haría lo que fuera necesario para evitar la bancarrota. Su último pensamiento antes de caer rendido fue: “¿Qué reglas serán?”.

 

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Muchísimas gracias, y mucho éxito.

Alejandro Martínez.